Siempre las mismas palabras, siempre las mismas cartas cliché, siempre decimos lo mismo de ti, mamá.
Pero estoy segura de que hay algo que no hemos dicho, porque en ti hay grandeza, una grandeza que no se agota en uno o en mil días de la madre.
Te conviertes en alumna, porque con nuestras preguntas, somos nosotros, tus hijos, quienes te enseñamos lo más sencillo y lo más profundo, aquello que habías olvidado por su pequeñez, pero que constituye la grandeza de la vida.
Te conviertes también, madre querida, en profeta y en vidente. ¡Qué no darías tú por evitarnos descalabros! Y así, te esfuerzas en adivinar el futuro: “Te vas a caer y te vas a pegar con esa mesa”, para un segundo después abrazarnos y decir dulcemente, sin reproche: “¡te lo dije!, ¡ya lo sabía yo!”, mientras enjugas nuestras lágrimas.
Te transformas mágicamente en doctora, enfermera y paciente, todo a la vez. Curas corazones rotos, limpias rodillas heridas… y tienes una paciencia, mamita linda, que ni Santa Teresa hubiera soñado un segundo antes de decir aquello de “la paciencia todo lo alcanza”.
Con sólo quererlo, puedes ser payaso, cantante, y literata. Si el niño llora, ¡hay que hacerlo reír a como dé lugar! Te paras de manos, le haces caras, pones los ojos bizcos, haces trompetillas, y cuando el pequeño esboza una sonrisa, te sientes la mujer más dichosa, porque te sonrió a ti, porque esa sonrisa vale más que un diamante.
Te conviertes en abogada, diplomática y sindicalista. Intercedes por el pequeño travieso para que papá no se vaya a enojar mucho por la más reciente “diablura”; eres tú la que negocia entre los hermanitos en pleito, con sabiduría y justicia salomónicas… y también sabes entrar en huelga cuando los chiquillos no recogen sus juguetes: frunces el ceño y no te mueves hasta que todo está guardado y en su lugar.
Tienes un raro don para transformarte en ingeniero y arquitecto. ¡Cuántas veces terminas montando tú los juguetes que los abuelos le regalaron a tus hijos! ¡Cuántas veces llega llorando el pequeño para acusar a su hermano: “mamá, mamá, mi hermano destruyó mi puente”, y tú corres a remodelar la destruida vialidad!
Mamita, eres la mejor publicista y mercadóloga que he conocido en toda mi vida. Eres experta en lograr que nos decidamos por el juguete más barato, a pesar de que nosotros, tus hijos, queramos uno más sofisticado. Nos vendes la idea de una manera magistral, y terminamos pidiendo siempre lo que tú nos sugieres.
“Mira hijito, ese juguete se te va a romper rapidísimo. Es chafa y está muy feo, ¡qué horror!… En cambio mira este qué mono, ¡hasta tiene musiquita! No, no, no… y mira, ¡se mueve! Definitivamente, éste es el que te conviene”.
Nunca fue tan bella la palabra “mujer” como cuando se hizo “madre”.
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